Durante décadas, nos han dicho que el enemigo a batir en nuestra dieta son las calorías, la grasa o el azúcar. Hemos contado cada gramo y nos hemos sentido culpables por cada capricho. Sin embargo ahora sabemos que el protagonista es una hormona, la insulina.

Afecciones como la diabetes tipo 2, la hipertensión, las enfermedades cardíacas e incluso ciertos tipos de cáncer y demencia, parecen tener un origen común: niveles crónicamente elevados de insulina y la resistencia que el cuerpo desarrolla hacia ella. La raíz del problema no está en la comida en sí, sino en cómo nuestro cuerpo, y en especial nuestras mitocondrias, reaccionan a ella.

Comúnmente pensamos que la insulina solo se encarga de meter el azúcar de la sangre en las células. Si bien eso es cierto, su función principal es mucho más amplia: es la hormona de almacenamiento de energía. Cuando los niveles de insulina son altos, tu cuerpo recibe una orden clara: “deja de quemar y empieza a guardar”.

Imagina que las centrales energéticas de tus células, las mitocondrias, son como un embudo. Pueden procesar energía a un ritmo constante. Sin embargo, la dieta moderna, rica en azúcares y carbohidratos refinados, es como intentar verter un cubo de agua en ese pequeño embudo. Se desborda. Para evitar un colapso, el cuerpo libera una gran cantidad de insulina, que actúa como un gestor de crisis, desviando todo ese exceso de energía lejos de las mitocondrias y empaquetándolo rápidamente como grasa.

Cuando este proceso se repite día tras día, las células dejan de responder a la insulina, y el cuerpo se ve obligado a producir aún más para hacer el mismo trabajo. Este círculo vicioso es la base de la resistencia a la insulina y de casi todas las enfermedades metabólicas crónicas.

Cuando la insulina ordena almacenar energía, el lugar donde se guarda esa grasa es crucial. Existen tres depósitos principales, y su impacto en la salud es radicalmente diferente.

  1. Grasa Subcutánea (la de los glúteos y muslos): Es el almacén más seguro. Un cuerpo metabólicamente sano prefiere guardar la grasa aquí. Tiene una gran capacidad y, aunque un exceso puede causar inflamación, sus efectos dañinos se diluyen en el gran volumen de nuestro sistema circulatorio.
  2. Grasa Visceral (la grasa abdominal): Esta es mucho más peligrosa. Está impulsada en gran medida por el cortisol, la hormona del estrés. A diferencia de la grasa subcutánea, la grasa visceral rodea nuestros órganos y drena sus compuestos inflamatorios directamente al hígado a través de un sistema circulatorio mucho más pequeño. Esto significa que el hígado y el cerebro reciben una dosis de inflamación hasta 24 veces más concentrada, acelerando el daño metabólico.
  3. Grasa en el Hígado: Es, con diferencia, la más dañina. Sus principales causas son el azúcar (especialmente la fructosa) y el alcohol. El hígado tiene una capacidad de almacenamiento muy limitada; basta con una pequeña cantidad de grasa acumulada para provocar una grave resistencia a la insulina y un caos metabólico en todo el cuerpo.

La historia se complica aún más. Nuestro cuerpo tiene una hormona llamada leptina, producida por las células de grasa, que le dice a nuestro cerebro: “Ya tenemos suficiente energía, puedes dejar de comer”. Es nuestro sistema natural de saciedad.

El problema es que niveles altos y constantes de insulina bloquean la señal de la leptina en el cerebro. El resultado es una situación paradójica y devastadora: tu cuerpo está almacenando grasa a un ritmo alarmante, pero tu cerebro no se entera. Al contrario, interpreta la falta de señal de leptina como si te estuvieras muriendo de hambre. Esto te impulsa a comer más, lo que eleva aún más la insulina, que a su vez bloquea más la leptina y almacena más grasa. Es un ciclo que se perpetúa a sí mismo y que explica por qué las personas con resistencia a la insulina sienten hambre constantemente a pesar de tener un exceso de energía almacenada.

¿Cómo modificar el estado metabólico?

  • Olvídate de los procesados: La forma más directa de reducir la insulina es eliminar sus principales disparadores: los azúcares, los carbohidratos refinados y los alimentos ultraprocesados. Estos productos están diseñados para sobrecargar tu sistema.
  • Prioriza la fibra: La fibra es el antídoto natural contra el azúcar. Ralentiza la digestión y alimenta a tu microbiota intestinal, que a su vez ayuda a regular tu metabolismo. Por eso, una fruta entera siempre será mejor que un zumo. La naturaleza incluyó el antídoto en el mismo paquete.
  • Aprende a reconocer las señales: Un aumento de la grasa abdominal o la aparición de manchas oscuras y aterciopeladas en la piel (especialmente en el cuello o las axilas) son signos visibles de que tus niveles de insulina podrían estar demasiado altos.
  • Considera el ayuno: El ayuno intermitente puede ser una herramienta muy eficaz, sobre todo para quienes tienen grasa en el hígado. Le da a este órgano vital un respiro y la oportunidad de quemar el exceso de energía acumulada.

En definitiva, cambiar nuestro enfoque de las calorías a la insulina nos da el poder de entender la verdadera causa de nuestros problemas de salud. No se trata de comer menos, sino de comer mejor, eligiendo alimentos que mantengan a nuestra insulina en calma y permitan que nuestro cuerpo vuelva a su estado natural.